Tuesday, October 10
NUEVA CÁDIZ
(10°49′20.08″ N 64°8′31.62″W)
Habíamos venido a buscar perlas.
Nos dijeron que podían encontrarse
en la arena, sueltas, como si brotaran
del suelo o como si alguien las pusiera allí
durante la madrugada. Rocío feroz,
curtido. Fruto pueril de las costas.
Gratuito, nos aseguraban, como todo
lo que se da en esas tierras.
Así llegamos a esta isla
que de lejos parece un cráneo sumergido.
Pronto descubrimos que no era tan fácil:
teníamos que desgajar
cada perla de una rama invisible,
arrancarle esa víscera tenaz a las ostras
a punta de cuchillo. Y antes
conseguir la patente,
alquilar un bote,
comprar vituallas. Porque si no,
¿cómo van a vender luego las perlas?, nos decían,
¿cómo navegar hasta allá afuera?, nos decían,
¿cómo alimentarse entre zambullida
y zambullida?
Cómo, es verdad.
Nos lanzábamos desnudos, con el filo
en una mano y una bolsa en la otra:
lo justo para robarle al mar
lo que el mar no sabía dar por sí mismo.
Aguantábamos hasta dos minutos
allá abajo, hundidos en ese color peligroso,
soportando los dedos puntuales
que nos descosían por dentro,
el espolón del aire retenido
en el pecho. Había que tener
cuidado: una manta podía picarte,
dejarte su cansancio en las piernas
y entonces ya no volvías. Salíamos
con los ojos inyectados de sangre,
los brazos como dos juncos enclenques
y un traqueteo en la garganta.
Íbamos todos los días, incluso
cuando el oleaje era un metal ciego,
cuando el cielo parecía una canoa volteada.
Todo por unas semillas de agua dura.
Poco a poco, el océano nos las cobraba: no sabíamos
que nos daba las perlas en préstamo. Perdíamos
el oído, se nos nublaba la vista y ya no
se volvía a despejar. De tanto retener el aire,
algunos olvidábamos cómo respirar.
(Adalber Salas Hernández)