Tuesday, November 15
de LA CIENCIA DE LAS DESPEDIDAS
XXVIII
Palabras simples: lluvia, sol, casa, árbol, calle, madre,
padre, hermano, risa, ahora, animal, miedo. Simples
y confiables como dedos. Palabras complejas: nombre,
número, golpe, grito, pregunta, bala, acusación, pasado,
futuro, paciencia, animal, miedo. Cuando era niño, solía
visitar a menudo el museo de ciencias naturales. Era un
edificio grande, blanco, con un pórtico invadido por
falsas columnas dóricas frente a una plaza circular. Al
traspasar la entrada, a mano derecha, había un ala
dedicada a las eras geológicas del planeta. Capas de
tierra como párpados cerrados, telones de una obra
que nadie sabe dónde empieza, países imposiblemente
remotos, dormidos para siempre bajo nuestros pies.
Lugares y períodos que no podía pronunciar con
soltura, a los cuales sólo pusieron nombres para que
no nos quemara las manos tanta lejanía. El planeta
acaparaba vidas, mudaba de piel impunemente;
quedaban los fósiles como pruebas, como instantáneas
obscenas de un mundo que nada tiene que decirnos.
Un poco más adelante, había toda un sección dedicada
al reino animal. Encerrados tras vitrinas temblorosas,
especímenes de toda clase miraban a la gente pasar con
ojos de vidrio. Habían retirado meticulosamente las
pieles de sus cuerpos muertos; las habían salado,
rehidratado y curtido. Una vez secas y calladas, sin
el rumor idiota de los fluidos vitales encerrado
en ellas, habían sido colocadas sobre armazones
rellenos. Aves de rapiña posadas sobre ramas de plástico
y gomaespuma que crecieron fuera del tiempo, fieras
de dientes amarillos y pelambre cariada, herbívoros
distraídos, estancados en las más diversas poses,
pastando, vigilando, cazando y siendo cazados, atrapados
en la mímica sorda del deseo. Yo caminaba con precaución,
la espalda contra la pared, tan aterrado como curioso,
repitiendo en voz baja todas las palabras simples que
podía recordar. Entre tanta fauna, esperaba toparme
en cualquier momento con un ángel disecado: mi abuela
me había dicho que eran las bestias de carga de dios.
Pero nunca alcanzaba el final de la sala. No había suficientes
palabras simples en el mundo, no para comprar mi paso
de una orilla a otra del miedo. Me retiraba con el mismo
cuidado, tratando de no atraer atención sobre mí, de no
perturbar ese sonambulismo frío. No he vuelto de adulto.
Esos animales amansados por los conservantes químicos me
dijeron lo que debían: el poema es un depredador
que ha sido cazado, desollado, macerado, cuya carne
se ha perdido y cuya piel cuelga, amenazante y ridícula,
sobre un esqueleto de palabras simples y palabras complejas. (Adalber Salas Hernández)