Sunday, June 19
ODA A LOS ANCESTROS
No hablo del abuelo y su breve lozanía,
de sus manos ariscas, no hablo
de su longevo padre, ni de la tía solterona
que ordeñaba a las vacas,
ni de aquella cuya muerte a la mitad de otoño
interrumpió el cultivo de zarzas. Tengo
demasiados huesos en la boca. Hablo
de mis otros ancestros: Lucy, la chimuela,
sus cincuenta y dos huesos,
su muerte milenaria
de veinte años,
todas sus fracturas.
Hablo de sus hijos
no sabemos cuántos, dónde,
y de sus allegados:
Ardi, la de largas manos,
hallada junto a un río, su cadáver
recogido por partes y sus huesos
constelados sobre un fondo negro
son apenas el gesto borroso, movido
de un cuerpo. Hablo de ese carnal agradable
que primero encontró en su cara la sonrisa
e hizo de la amenaza de los dientes
una señal ambigua de afecto, y de una zarigüeya
con nombre de tía, Juramaia Sinensis, escasa
ascendienta de apetito fúnebre, animalia chordata,
rápida, trepadora, dúctil,
eutheria, la primera bestia verdadera.
Y también de los otros, ese
de nombre y vocación heroica, Hynerpeton,
el primero en dejar el agua. Hablo del reino
Animalia, celebro con ardor y arrebato
a ese antecesor fogoso que inauguró el sexo
un buen día hace millones de años,
pero también a los ancianos platelmintos,
hermafroditas, parásitos, parcos,
con su acumulación humilde de neuronas.
Hablo de la simbiosis parasitaria
de eucariotas y procariotas,
de la incipiente mitocondria.
Celebro, al fin,
a esa primera célula organizada,
a la primera huérfana
y la última, a ella, inmaculada madre unicelular,
sin pecado concebida, bendita
entre toda la materia estéril.
A ella, he olvidado su nombre,
Melusina, Laura, Isabel, Perséfona, María,
y bendito es el fruto de su vientre. (Elisa Díaz Castelo)